Nostalgia de las paredes:La tramposa indistinción público-privado en celebridades posanalógicas

Nostalgia of the walls: The misleading public-private indistinction in post-analogue celebrities

Fecha de envío: 03/06/2024

Marcela Rochetti Arcoverde

Universidade Federal Fluminense

E-mail: marcelarochettiarcoverde@gmail.com

ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9065-0087

Paula Sibilia

Universidade Federal Fluminense

E-mail: paulasibilia@gmail.com

ORCID: https://orcid.org/0000-0002-0480-9240

DOI: 10.26807/rp.v28i120.2136

Abstract

This article proposes an essayist discussion of some effects concerning the dissolution of the walls between public private sphere, as a phenomenon characteristic of historical transformations related to the use of the internet social networks, whose harmful effects arouse a certain nostalgia of the walls (and shames) that once reinforced these limits. The popularity of the reality-show genre, which was also developed in the transition of 20th to 21th century, is another synthon of this changes in the ways of life, because it contributed to encourage the exhibition of what was previously considered as intimate, and, therefore, preserved from the eyes of the others. The encouragement to publicly share aspects of what used to be understood as private also feeds the digital platforms business model, stimulating the configuration of different subjectivities and sociabilities, as well as a new “moral ground”. The digital influencers or “post-analogue celebrities” are the more affected by those dynamics: by having big numbers of followers, on whom they depend professionally, they are exposed to suffering haters attacks and “call outs” with serious consequences, that can lead to suicide, as happened with the paradigmatic case focused here: the Brazilian youtuber PC Siqueira. The current trend of “return to the analogue”, therefore, could include not only the rescue of pre-digital media devices, but also of the values and behaviors prior to the popularization of new media

Keywords: Intimacy; Visibility; Morality; Call out culture; Shame

Resumen

Este artículo propone una reflexión ensayística sobre algunos efectos de la disolución de fronteras entre ámbito público y esfera privada, como un fenómeno característico de las transformaciones históricas asociadas al uso de redes sociales de internet, cuyos efectos nocivos suscitan cierta nostalgia de las paredes (y los pudores) que antes reforzaban esos límites. La popularización del género reality-show, que también se desarrolló en el tránsito del siglo XX al XXI, es otro síntoma de esos cambios en los modos de vida, pues contribuyó a incentivar la exhibición de lo que antes se consideraba íntimo y, por tanto, preservado ante las miradas ajenas. La incitación a compartir públicamente aspectos de lo que solía comprenderse como “privado” también alimenta el modelo de negocios de las plataformas digitales, estimulando la configuración de otras subjetividades y sociabilidades, así como un nuevo “suelo moral”. Los influencers o “celebridades posanalógicas” son más afectados por esas dinámicas: al tener grandes cantidades de “seguidores”, de los cuales dependen profesionalmente, están expuestos a sufrir ataques de haters y “cancelaciones” con consecuencias graves, que pueden llevar hasta el suicidio, como ocurrió con el caso paradigmático aquí enfocado: el youtuber brasileño PC Siqueira. La tendencia actual de un “retorno a lo analógico”, por tanto, podría incluir no sólo el rescate de soportes mediáticos predigitales, sino también de valores y comportamientos previos a la popularización de los nuevos medios.

Palabras clave: Intimidad; Visibilidad; Moralidad; Cancelación; Vergüenza

Fecha de aceptación: 25/06/2024

Fecha de publicación: 30/08/2024

1. Introducción

“No es fácil ser Cary Grant”, se quejaba el célebre actor en la época dorada de Hollywood. Una colega suya, igualmente famosa, también lo hacía: “mi lado público, aquel que se llamaba Elizabeth Taylor, terminó transformándose en mucha actuación y artificialidad” (Gabler, 1999, p. 208-209). A mediados del siglo XX, esas estrellas de cine vivían sus personajes públicos como algo distinto y, de algún modo, “exterior” al núcleo de sus subjetividades. Diferente y separado –o, al menos, separable— de aquella esencia íntima que constituía su carácter profundo y genuino. Para sostener la pantomima de ser una celebridad a la vieja usanza, por tanto, era necesario realizar un esfuerzo en la arena pública: había que vestir máscaras que cubrieran sus verdaderos rostros, con el fin de proteger al yo auténtico de la intromisión de los flashes, refugiándose en una privacidad bastante asediada aunque todavía vigente.

Esa lucha por conciliar las demandas del yo público y del yo privado, que motivó el tipo de declaraciones recién citadas por parte de las estrellas mediáticas del siglo XX, era algo excepcional: un problema que no solía afectar a la inmensa mayoría de los simples mortales. En aquellos inicios de la “sociedad del espectáculo” (Debord, 2005), la separación entre esfera pública y espacio privado aún era rígida; y, a pesar de las presiones ya actuantes en el minúsculo ambiente de los astros cinematográficos, la intimidad todavía no se había convertido en extimidad (Sibilia, 2016). Ya en plena tercera década del siglo XXI, el panorama cambió: las redes tienden a atravesar todas las paredes (y los pudores), desdibujando las fronteras entre vida pública y privada. Entre un yo íntimo, auténtico, oculto e “interiorizado”, por un lado; y un yo público, visible, enmascarado y “exteriorizado”, por otro. Líneas divisorias cuyos contornos son cada vez menos claros, tras haber sido primordiales al configurar las subjetividades y sociabilidades modernas (Sennett, 2014).

Con los avances de la “compatibilidad” entre las tecnologías digitales y los cuerpos contemporáneos, las celebridades de hoy en día – y no sólo ellas — han dejado de diferenciar entre sus experiencias públicas y privadas. Esas dos fuentes vitales se confunden y entremezclan: ambas son usadas, de modo indiferenciado, como materia prima para construir esos personajes tan admirados como odiados, tan elogiados como criticados. Aunque algunos logren sacar provecho de las nuevas dinámicas para monetizar sus vidas plasmadas en pantallas, esa disolución de los viejos límites también puede ser problemática y causar sufrimientos, pues si bien las antiguas paredes oprimían, a veces también protegían.

Ahora que todo (o casi todo) está a la vista, que suele ser fotografiado, filmado, viralizado y capitalizado, aumenta exponencialmente la vulnerabilidad que implica esa exposición ante las miradas ajenas, ávidas por todo consumirlo, compartirlo, difundirlo, comentarlo y juzgarlo. El resultado puede ser fatal, como corrobora una cantidad creciente de casos. Entre ellos, el del youtuber brasileño PC Siqueira, enfocado en este artículo para ilustrar estas dinámicas comunicativas posanalógicas, así como las nostalgias que suscitan de los ambientes predigitales. En ese sentido, la tendencia actual de un “retorno a lo analógico” podría incluir no sólo el rescate de ciertos soportes mediáticos considerados obsoletos, sino también de valores y comportamientos previos a la popularización de los nuevos medios de comunicación.

2. El caso PC Siqueira

Paulo César Goulart Siqueira, más conocido como PC Siqueira, fue uno de los pioneros en la producción de vídeos para internet en Brasil. Empezó con los vlogs, cuando eran un nuevo formato audiovisual que consistía en hablar ante la cámara sobre cualquier asunto de modo informal, sin equipos sofisticados, pero con un estilo aparentemente intimista que cautivaba a las audiencias. El éxito de su canal @maspoxavidapc, creado en 2010, le rindió fama como “influenciador” y facilitó su acceso a muchas oportunidades: además de hacer publicidades en internet, fue contratado para trabajar en televisión. Entre 2011 y 2013 presentó el programa PC na TV, en la emisora MTV Brasil. También tuvo un ciclo humorístico en TBS Brasil en 2016, llamado Caravana na TV. Tres años más tarde participó en O Aprendiz, un exitoso reality-show transmitido por la Rede Record. Esas actividades lo hicieron conocido ante un público más amplio y diverso.

A pesar de su gran éxito y del público fiel que conquistó, siempre fue visto como alguien polémico, por plantear discusiones consideradas tabú sobre temas como satanismo, fantasías sexuales y opiniones políticas que provocaban discordias. Eso contribuyó a que no sólo cosechase admiradores sino también muchos haters, que solían atacarlo con ofensas y amenazas de muerte. No es casual, por tanto, que el youtuber también haya ganado fama por su lucha contra diversos trastornos de “salud mental”, como depresión, síndrome de pánico y ansiedad, además de varias dolencias físicas, a las cuales se refería públicamente mientras las trataba con ayuda profesional.

Su último proyecto fue el canal Ilha de Barbados, inaugurado en Youtube en 2017, donde compartía la conducción con el humorista Rafinha Bastos y otro youtuber, Cauê Moura. Dirigido a un público prioritariamente masculino, el trío de presentadores proponía debates semanales sobre cuestiones delicadas, como problemas en las relaciones afectivas y sexuales, uso de drogas y dilemas políticos. Fue en ese período cuando PC Siqueira sufrió otra ola de ataques en las redes sociales; esta vez, sin embargo, no logró administrarla como en ocasiones anteriores y el episodio culminó con su carrera.

¿Qué sucedió? En junio de 2020 se “filtraron” capturas de pantallas mostrando conversaciones privadas en Instagram, que supuestamente eran suyas y fueron publicadas en el perfil ExposedEmo de la red social Twitter. La práctica conocida como “exposed” ya era habitual en aquel momento, caracterizada por la exposición de fotos, vídeos, audios o textos del ámbito privado de alguien famoso, revelando conductas controversiales o moralmente condenables. En este caso, el material filtrado sugería que PC Siqueira había compartido fotos sensuales de una menor de edad, hija de una mujer con la cual mantenía una relación. Luego se difundieron audios en los cuales el influenciador supuestamente admitía que las acusaciones eran verdaderas, aunque en sus redes oficiales aseveró que todo era falso.

El caso fue investigado por la Policía Civil, que confiscó algunos de sus dispositivos electrónicos como teléfono celular, computadora y discos externos para efectuar una pericia, sin encontrar pruebas significativas. Aunque fue declarado inocente por las instituciones competentes, el escándalo se propagó y su condena superó esas instancias legales. El programa Ilha de Barbados dispensó sus servicios, los colegas de trabajo se distanciaron, perdió múltiples contratos publicitarios y enfrentó un aluvión de ataques online. Su canal personal en Youtube, que en 2020 tenía dos millones de inscriptos, fue desmonetizado. En 2022, ya sin fuentes de renta, llegó a vender espacio publicitario a precios irrisorios en sus stories de Instagram. Parte del público que todavía lo apoyaba se sensibilizó y lo ayudó, pero no fue suficiente: cometió suicidio en diciembre de 2023.

Su novia, una modelo llamada Maria Watanabe, con quien se vinculó después de los incidentes y hasta su muerte, fue atacada por los fans del influenciador recientemente fallecido, que la culpaban por lo sucedido. Como resultado, la joven decidió aislarse en silencio por varios meses. Cuando accedió a relatar su versión de los hechos, en una entrevista concedida en mayo de 2024, recibió más insultos por parte de los internautas indignados, que incluso la acusaron de “narcisista” por “sonreír demasiado” (Marie Claire, 2024). En marzo de 2024, algunos seguidores del youtuber volvieron a exigirles explicaciones también a sus compañeros de trabajo. Entonces Rafinha Bastos se pronunció, explicando por qué no se había acercado al ex-amigo, aún después de haber sido absuelto. En sus palabras: “hubo una ruptura. Hay gente que viene y me dice ‘pero la policía no encontró nada’. No tengo por qué contar lo que sé. La historia está acabada, lamentablemente, tuvo el fin que tuvo.” (Metrópolis, 2024).

El caso es complejo, sin dudas, pero aquí no se pretende profundizar sus muchas aristas, sino tomarlo como un ejemplo de las dinámicas en foco. No es excepcional; y, justamente por eso, lo consideramos emblemático por diversos motivos. En primer lugar, porque brinda pistas sobre los nuevos “regímenes de visibilidad” (Foucault, 1983), en los cuales las redes sociales de internet desempeñan un rol fundamental, contribuyendo a reconfigurar tanto las subjetividades como las sociabilidades contemporáneas, es decir, los modos históricos de relacionarse consigo mismo y con los demás. Entre los innumerables factores que entran en juego en esas dinámicas, aquí priorizaremos sólo algunos, todos asociados a la disolución de las fronteras modernas entre el ámbito público y la esfera privada, así como la consecuente “nostalgia” que esa ruptura puede suscitar con respecto a regímenes anteriores.

3. Una breve genealogía del reality-show

La “compatibilidad” de los cuerpos y subjetividades contemporáneos con las tecnologías digitales comunicación vino acompañada por fuertes reconfiguraciones de la experiencia humana, contribuyendo a generar otras formas de ser y estar en el mundo. Entre las muchas transformaciones históricas que se alinean con ese cambio en el plano técnico, cabe resaltar el impacto sufrido por nociones como intimidad, exposición, autenticidad y visibilidad. Con la popularización del uso de dispositivos móviles dotados de pantallas y cámaras, conectados a las redes informáticas en todo momento y lugar, las vidas de cantidades crecientes de personas han adoptado estéticas y recursos que emulan los reality-shows.

No es difícil trazar la genealogía de ese género mediático, el reality-show; entre otros motivos, porque su historia es todavía muy reciente. En 1999 se estrenó en los cines del mundo la película El show de Truman, causando conmoción al mostrar el drama de alguien que descubría ser el protagonista de un programa de telerrealidad. Aunque para el personaje era una tragedia, el film mezclaba tonos de comedia con ciencia ficción bastante predictiva. Porque, de hecho, ese lanzamiento cinematográfico antecedió al éxito mundial de los reality-shows televisivos, catapultado por el pionero Big Brother, que pocos meses más tarde irrumpiría en la programación de diversos países. Se adelantó también a las redes sociales de internet: todavía faltaban cinco años para que Facebook fuera inventada, en 2004, y más de una década para el nacimiento de Instagram, en 2010. Todos esos frutos del siglo XXI, géneros mediáticos altamente disruptivos, se popularizaron con velocidad inaudita hasta constituir el tejido básico de un nuevo mundo, donde otras tragedias como la protagonizada por PC Siqueira se volverían habituales.

Un año antes del estreno de aquella película, en 1998, la artista británica Tracey Emin dio a conocer su obra My bed. La instalación consistía en una cama desordenada, que sorprendía por su aspecto un tanto impúdico. Por eso mismo, en aquellos estertores del siglo XX, aún tenía algo de “inmostrable”. Su éxito, por tanto, fue otro indicio de un cambio de época, juntándose a todos los acontecimientos rápidamente mencionados en el párrafo anterior. La cama de Emin fue expuesta en la Tate Gallery de Londres y nominada al codiciado Premio Turner. Lo más significativo de esa obra, aquello que le otorgaba un valor inusual, es que se trataba de una cama “de verdad”. La artista siempre subrayó que era su propia cama, no una copia ni una representación, y eso es fundamental para comprender el sentido de la breve genealogía aquí delineada.

La cuestión del “valor”, con toda su polisemia, también es importante. En 2014, My bed fue comprada por 2,5 millones de libras esterlinas y, así, pasó a integrar la colección permanente del prestigioso museo inglés. Trasplantada a ese ambiente público, en el cual desde entonces comparte sala con un par de cuadros del consagrado pintor Francis Bacon y es observada por visitantes de todo el mundo, la cama de Tracey emana una rica ambigüedad: como ocurre con los reality-shows, su fascinación reside en el hecho de ser al mismo tiempo real y un show. Es decir, algo que logra fusionar un par de términos que en el régimen moderno eran contradictorios y mutuamente excluyentes, al igual que la esfera privada y el ámbito público: uno se definía por lo que el otro no era, radicalmente opuestos y tortuosamente complementarios.

Aun cuando el siglo XXI la encuentre expuesta en el espacio público del museo, ante las miradas de incontables desconocidos, la pieza de Emin sigue repleta de autorreferencias. No sé trata de un simple mueble, una cama cualquiera, sino que incluye todo un ajuar intimista a su alrededor: botellas de vodka, colillas de cigarros, cajas de remedios, lencería sucia con sangre menstrual, pantuflas gastadas, pañuelos descartables y preservativos usados, ceniceros y hasta un perrito de peluche. Cada uno de esos objetos, en principio íntimos y muy personales, ha sido resguardado dentro de bolsas de plástico cuidadosamente etiquetadas y numeradas en varias ocasiones, para que la instalación pudiera desmontarse y remontarse con total fidelidad al original. Que la reconstrucción se efectúe siguiendo esas técnicas forenses tan estrictas resulta crucial, ya que es así como se encontraba la cama de la artista aquel día de 1998 en que ella decidió convertirla en arte, tras haberse hundido en su colchón durante un período complicado.

Según afirman algunas de las interpretaciones de la obra, se trataría de un singular autorretrato. Una manifestación de extrema vulnerabilidad, que invita a identificarse con una experiencia tan dolorosa como banal. Pero esta icónica cama público-privada también puede verse como síntoma de una contundente transformación histórica, que llevó a redefinir las nociones de intimidad y exposición. Muy poco tiempo antes de que la población global se equipara con dispositivos conectados en red, capaces de atravesar todas las paredes para transmitir imágenes y palabras sin restricciones, el terreno se estaba sedimentando para disolver las barreras que solían separar lo público de lo privado.

En ese nuevo paisaje social y mediático surgieron los influencers, que redefinieron la categoría de “celebridad” en un mundo posanalógico (Silvestre, 2018). Entre las innumerables distancias acortadas por los procesos de digitalización, se produjo un acercamiento entre el público y sus “ídolos”, gracias a la virtual proximidad de las redes sociales. Los medios analógicos, como el cine, la televisión, la radio, las revistas y los periódicos, que importunaban a las estrellas del siglo XX mencionadas al principio de este ensayo, si bien se inmiscuían en asuntos considerados privados, lo hacían con muchas más limitaciones. Esto fue estudiado por Edgar Morin en su libro Cultura das massas do século XX: o espírito do tempo, de 1997. Con foco en la emergencia de la industria cultural, el autor afirma que la prensa masiva creó cierta “cultura de celebridades”, estableciendo un “nuevo Olimpo”. En sus palabras: “al mismo tiempo en que reviste a los olímpicos de un papel mitológico, se sumerge en sus vidas privadas para extraer de ellas la sustancia humana que permite identificarse” (Morin, 1997, p. 106-107). Si antes las figuras célebres lograban mantener su aura “olímpica”, apartadas del plano mundano, con el desarrollo de la industria cultural y la prensa masiva eso se dificultó.

Fue justamente en el tránsito del siglo XX al XXI cuando se popularizaron las revistas de celebridades dedicadas a exponer la “vida privada” de esas figuras públicas. Los paparazzis – fotógrafos especializados en captar fragmentos de la intimidad de los famosos – motivaron grandes escándalos y ayudaron a moldar la opinión pública acerca de sus “víctimas”. Esas publicaciones todavía existen, pero fueron trasladadas a internet, primero como revistas electrónicas y blogs, luego en las redes sociales con el boom de los Instagrams de chimentos como Hugo Gloss1 y Choquei2, muy exitosos actualmente en Brasil. En diciembre de 2023, a propósito, ese último medio de comunicación se vio envuelto en un escándalo comparable al aquí enfocado. Una joven hasta entonces desconocida, llamada Jéssica Vitória Canedo, fue anunciada en las noticias como la nueva novia del famoso influenciador Whindersson Nunes, lo cual la convirtió en blanco de haters. Supuestos diálogos entre la pareja fueron divulgados por Choquei, una exposición que llevó a la joven —que ya sufría de depresión— a suicidarse con 22 años de edad (Metrópolis, 2023). El caso está siendo investigado por la Policía Civil, tras haber suscitado conmoción social y un enorme volumen de comentarios en las redes.

A pesar de los riesgos involucrados en esta nueva indistinción público-privado, y en la generalización de la dinámica reality-show que caracteriza a la sociabilidad posanalógica, no sorprende que las celebridades contemporáneas vean en las plataformas digitales una vitrina para promoverse exhibiendo diversos aspectos de sus vidas. Aun cuando se trata de actrices y actores, cantantes y otros artistas que desarrollan actividades similares a sus ancestrales modernos, su inspiración parece proceder de los “influenciadores digitales”. Es decir, un nuevo tipo de “celebridad posanalógica” compuesto inicialmente por personas desconocidas — sin una obra que les diera notoriedad — que supieron aprovechar los beneficios de la lógica algorítmica para hacerse famosos.

Esa capitalización de la propia vida plasmada en las redes constituyó un negocio bastante lucrativo, al menos para las primeras generaciones de influenciadores que se lanzaron a conquistar ese mercado. Al poco tiempo, esa dinámica se generalizó. La exposición de lo que antes se consideraba íntimo o privado ya no se limita a los profesionales que logran vivir de esa actividad, sino que se infiltró en las vidas de innumerables personas anónimas que no monetizan lo mucho que invierten en esas arenas. La lógica algorítmica, mecanismo fundamental para el modelo de negocios adoptado por las empresas que dominan la industria de las plataformas de redes sociales en lo que va del siglo XXI, se basa en la emisión de publicidad y otros “contenidos” personalizados, dirigidos al perfil de cada tipo de usuario para cautivar su atención. Ese modo de funcionamiento no sólo es refractario a cualquier regulación mediante las anticuadas armas legales de los Estados Nacionales de la era moderna o analógica (Lanier, 2018); además, promueve una inmensa maquinaria de producción, circulación y consumo de informaciones “personales” que no puede detenerse, con implicaciones individuales y colectivas ya estudiadas por varios investigadores pero aún inconmensurables.

Las redes incitan a espectacularizar esos aspectos de la vida que antes se consideraban “inmostrables”, prometiendo recompensas como likes, comentarios y viralizaciones. Todas esas reacciones tienen valor en la “economía de la atención” (Lanham, 2006) que hace girar la rueda del mercado de influencia online. En el libro Quase un tique: economia da atenção, vigilância e espetáculo, publicado en 2021, la psicóloga brasileña Ana Bentes afirma que la “lógica monetaria estaría siendo sustituida por la atentiva”. Esa evolución estratégica en las plataformas digitales responde al hecho de que la atención de los usuarios se ha vuelto un recurso cada vez más escaso y disputado. Por eso, las empresas invierten en descubrir formas de capturarla por el mayor tiempo posible. Una de esas tácticas consiste justamente en potencializar conflictos, suscitar indignación, alimentar disputas y crear discordias.

Por eso, aunque parezca omnipotente en su vanidosa ostentación, hay una gran fragilidad en ese yo hipervisible, que intenta equilibrarse entre la necesidad de exponerse cada vez más y los riesgos que esa actitud puede implicar. Este dilema se suma a otros, que vienen acompañando las transformaciones históricas de las últimas décadas. Tras el desvanecimiento de la noción moderna de identidad, que ya no logra mantener la ilusión de ser fija y estable, la subjetividad contemporánea vio cómo se agrietaban todos los pilares que solían sostenerla (Sibilia, 2016). Además de haber perdido el amparo de las instituciones modernas que hace tiempo profundizan su crisis, el yo posanalógico no se siente protegido por el perdurable rastro de un pasado individual o colectivo, ni por el ancla de una intensa vida interior, ni por las sólidas paredes que lo protegían (y oprimían) en la privacidad de su hogar. Para corroborar su relevancia o su mera existencia, por tanto, debe hacerse visible: compartir su vida en las vitrinas del mundo y observar la visibilidad ajena, opinar, manifestar su enojo y su ira, elogiar, juzgar, etc.

Toda esta coyuntura opera como telón de fondo para comprender casos como el del influenciador brasileño PC Siqueira, al menos en lo que se refiere a ciertos efectos de la indistinción público-privado en tiempos dominados por la sociabilidad digital. Como muchos jóvenes que vivieron los inicios de las redes sociales de internet, él encontró allí un lugar propicio para compartir experiencias con otras personas. Por haber sido un adolescente solitario que sufrió bullying en la escuela, debido a su estrabismo, estaba familiarizado con las hostilidades típicas de la convivencia con adolescentes. Al iniciar su trayectoria como comunicador online, de algún modo sacó provecho de su experiencia en ese sentido para hacer humor, así como de sus opiniones polémicas, asumiendo un estilo anti-establishment típico de la internet de los años 2010 en Brasil. Sin embargo, con los avances del extremismo en las redes — y fuera de ellas — y con la intensificación de la “economía psíquica de los algoritmos” (Bruno, Bentes, Faltay, 2019), el clima se enrareció y la intolerancia se fue adensando. Por eso no sorprende que ahora prolifere cierta nostalgia por los tiempos predigitales, en los cuales la distinción público-privado ofrecía algún tipo de protección ante las voraces miradas ajenas.

4. Justicia (y culpa) en crisis, la vergüenza capitalizada

Según uno de los pocos estudios académicos publicados sobre el caso, PC Siqueira fuectima de la “cultura de la cancelación” (Fachin, Marinotti, 2024). El fenómeno es bastante reciente y alude a un movimiento colectivo, que consiste en denunciar a alguien en las plataformas digitales con el objetivo de llevarlo al ostracismo o “cancelarlo”, por haber violado ciertos consensos que reinan en determinado ambiente. Los orígenes de la expresión remontan a 1991, pronunciada por un personaje en una película de gangsters con connotaciones misóginas, fue retomada en una canción de 2010 por el raper Lil Wayne con el mismo sentido y, en 2014, por el participante de un reality-show, siempre en los Estados Unidos; pero recién en 2017 pasó a ser usada en internet con el significado actual: “represalia virtual contra malas conductas”, en el contexto de eclosión del movimiento #Metoo (Giunti, Inocêncio, 2021). Se trata de un tipo de censura no oficial, que permite a un grupo de individuos manifestar indignación y reprobación moral por la actitud de una persona, institución o marca, retirándole públicamente su apoyo y buscando minar su imagen.

Resulta sintomático del cambio de paradigma histórico el hecho de que esta práctica dispense a las instituciones jurídicas de los sistemas democráticos, tan primordiales en el asentamiento de los regímenes modernos, para inspirarse en una actitud que es de orden mercadológica: los boicots. Organizados por consumidores de algún producto contra la empresa fabricante, son una forma de activismo político surgida en el siglo XIX con su auge en el XX (Lightfoot, 2019). Resignificada como “cancelación”, ahora esa estrategia “usa las redes sociales para avergonzar individuos con la intención de aplicar penalidades con diferentes grados de severidad”, según la define una de las principales especialistas en el asunto, Pippa Norris, en un artículo de 2020 que analiza el impacto de ese fenómeno en el campo académico de la ciencia política. La autora agrega que sus efectos van desde “limitar el acceso a plataformas públicas, perjudicar reputaciones y destruir carreras hasta instigar procesos legales” (Norris, 2020, p. 3).

Aunque encarnen en los mismos individuos, el rol de ciudadano parece haber perdido peso ante el papel cada vez más destacado del consumidor. El derrumbe de la noción de Justicia Ciega no es ajeno a esas transformaciones históricas, que acompañan el tránsito del arsenal analógico hacia el digital. Tanto la imparcialidad como la eficacia de los sistemas jurídicos —y hasta su confiabilidad o respetabilidad— también se diluyeron con el deterioro de aquel púdico “suelo moral” cimentado por las sensibilidades burguesas que fundaron la civilización moderna, con su mítica “hipocresía” abonando valores y creencias supuestamente universales (Sibilia, 2023). En contraste con los parsimoniosos –y cada vez más sospechosos— rituales jurídicos, dar un testimonio personal en las redes sociales de internet, actualmente, suele tener un efecto inmediato y estruendoso, sobre todo cuando involucra alguna acusación de alto impacto, como fue el caso de PC Siqueira.

Se conocen los riesgos implícitos en ese tipo de comportamientos, que son cada vez más comunes y dispensan arduas conquistas en las luchas por la universalización de los derechos humanos, tales como la presunción de inocencia (hasta que se pruebe la responsabilidad del acusado siguiendo todos los requisitos institucionales) y el derecho a la defensa legal antes de proceder a cualquier condena formal. Pero eso no impide que la práctica se haya popularizado enormemente en las primeras décadas del siglo XXI, con efectos de todo tipo y magnitud. Si hay campañas victoriosas para defender causas nobles, también hay virulentos ataques de trolls que destrozan reputaciones y pueden llevar al suicidio, así como tsunamis de fake news que afectan resultados electorales y amenazan exterminar las democracias (Missika, Verdier, 2022).

Las reglas del juego han cambiado: paralelamente a los lentos – y cada vez más cuestionados — veredictos de las instituciones modernas, la visibilidad mediática se ha convertido en un importante activo, que puede enaltecerse o desmoronarse en la esfera pública de las redes. No sorprende que se la trate como una forma de capital, pasible de ser acumulado, transferible o dilapidado. La vieja intimidad, actual extimidad, es un recurso que rinde buenos lucros en ese mercado; y, por eso, suele ser accionada, más allá de los riesgos que esa exposición pueda acarrear. Se trata de un equilibrio inestable, una cuerda floja en la cual los influenciadores tienen que equilibrarse para preservar su relevancia, aun sabiendo que todo puede derrumbarse en cualquier momento.

Aunque la propuesta inicial de “cancelar” a alguien sea modesta, como dar una lección de moral a los “cancelados”, sus efectos son impredecibles y pueden desembocar en desenlaces trágicos, como el caso aquí en foco, entre muchos otros que tienden a proliferar porque responden a las dinámicas propias de la sociabilidad posanalógica. Por eso, muchos influencers exitosos ahora desisten de sus “trabajos de ensueño”, admitiendo públicamente — en escenas de sufrimiento más o menos performáticas — que no vale la pena “vender su sanidad a los algoritmos” (Silvestre, 2023).

Un estudio empírico, realizado en febrero de 2020, analizó miles de comentarios en diferentes redes sociales con el objetivo de examinar la dinámica de la cancelación. El trabajo concluyó que el fenómeno sería un nuevo ropaje para prácticas ya conocidas, como “linchamiento, boicot, odio y humillación”. Sin embargo, en sintonía con la perspectiva teórica aquí desdoblada, esas actitudes proliferarían en ambientes en los cuales la credibilidad en el Estado estaría gravemente perjudicada, incentivando a la población a desempeñar el papel de juez y ejecutor de las normas sociales (Mutato, 2020, p. 6). En los últimos años, de hecho, la metafórica expresión “tribunal da internet” se ha popularizado, mientras los clásicos tribunales de cemento analógico son atacados en diversos frentes y pierden casi todos sus oropeles.

Las fuertes transformaciones en curso parecen haber trastocado, también, la relación entre moral (lo que se considera correcto o no) y ley (lo que estipulan los reglamentos), así como el mecanismo de control social que solía activarse para preservar esos equilibrios siempre amenazados. La crisis de la escuela, otra institución esencial de la modernidad, puede servir como ejemplo paradigmático para comprender esos desplazamientos históricos (Sibilia, 2012). Los típicos castigos escolares, motivados por sanciones disciplinarias o calificaciones insuficientes, se fundaban en el sentimiento de culpa de los estudiantes: un componente psíquico crucial para que toda esa estructura institucional pudiera funcionar. ¿En qué consistía esa culpabilidad? En la convicción de haberse portado mal o haber hecho algo indebido; es decir, algo prohibido por los estatutos escolares (ley) o considerado incorrecto de modo consensual (moral). Por eso, el protagonista de una situación de ese tipo probablemente admitiría su error: sabía que había hecho algo malo y se sentía culpable, incluso digno del castigo que sin duda vendría. Porque en el apogeo del régimen histórico moderno, lo que prescribía la ley coincidía casi perfectamente con los preceptos morales en vigor; y, por eso, la culpa funcionaba como un mecanismo eficaz de control social.

Vale la pena comparar esa dinámica disciplinaria, hoy en franco declive, con otro tipo de drama escolar que ocupa un lugar prioritario en las preocupaciones y la moralidad contemporánea: el bullying. En esas situaciones, el cuadro es otro: ya no sería la culpa lo que entra en juego, sino la vergüenza. En esos episodios cada vez más habituales, que ya no se restringen al espacio escolar, no se trata de explorar una emoción interna o privada, que signa un dilema moral de cada uno consigo mismo ante la violación de las normativas y los valores vigentes. Cuando se desata la vergüenza, el drama no emerge del yo sino que proviene de los otros. Es un problema público, no privado o íntimo, y sólo existe porque lo desencadenan los demás. La mirada ajena juzga al protagonista, quizás de modo injusto, equivocado o hasta cruel, aunque él no tenga culpa de nada porque –en principio– no hizo algo considerado incorrecto para la moralidad en uso ni prohibido o penalizado por las reglas de la institución. La ley, por tanto, puede no haber sido infringida. A lo sumo, es su rigidez (tan analógica) la que titubea en virtud de un desfasaje con respecto a las nuevas costumbres (tan digitales). Y la moralidad se pone en jaque porque estalló el consenso sobre qué se considera bueno o malo, bien o mal, verdad o mentira, real o show.

Así, mientras la culpa va perdiendo su ancestral eficacia moralizadora, tan funcional a los regímenes disciplinarios de la era moderna, la generalización actual del bullying o la “cancelación” insinúa un cambio notorio: la vergüenza se está volviendo cada más eficaz en el modelaje de las conductas y las subjetividades. Cada vez hacemos (o dejamos de hacer) más o menos cosas, no por sentirnos culpables, sino para evitar la vergüenza que podría causarnos. Ese tipo de desplazamientos en el “suelo moral” pueden parecer sutiles, lentos y tal vez insignificantes; no obstante, conviene prestarles atención porque constituyen factores de suma relevancia en las complejas transformaciones históricas que vivimos. Quizás sugieran la sedimentación de un nuevo terreno a partir del cual pensamos, sentimos, actuamos y valoramos nuestras acciones. Un factor clave en esa mutación es el papel de la mirada ajena: algo que, sin duda, siempre fue importante, pero ahora parece haber ganado una preeminencia desmedida cuando se trata de definir quién es cada uno y cuánto vale.

La indistinción público/privado explorada por las redes sociales de internet, así como el estímulo a convivir con millones de miradas desconocidas que juzgan todos nuestros actos visibles, probablemente estén contribuyendo a nutrir ese malestar tan contemporáneo. Por eso, aún sin desconocer sus propias miserias y opresiones, no sorprende que crezca cierta nostalgia de los tiempos analógicos, con sus paredes sólidas y sus límites claros, en los cuales nada de esto sucedía, aunque obviamente había otros motivos de sufrimiento que hoy serían (tal vez todavía más) intolerables. Si la “interioridad psicológica” de cada individuo está dejando de ser el escenario donde ocurre una lucha consigo mismo, una disputa de los propios deseos o ambiciones contra las rígidas reglas del espacio público (moral y ley), ahora el drama se desplaza hacia el ámbito público. Este se convierte en un espacio donde todos pueden (o deberían) ver quién es cada uno, y donde los valores vigentes se han sacudido al punto de entrar en conflicto con las normas, que todavía son usuales pero cada vez se las considera más obsoletas, cuestionables, en disputa.

De modo que las apariencias ya no son tan “vanas”, frívolas o engañosas como solían serlo en pleno siglo XIX y durante el XX, cuando lo esencial era “invisible a los ojos” y lo más valioso de cada ser brillaba como su “belleza interior”. Nada menos que el lugar de la verdad se ha trastocado: ésta ya no se hospeda “dentro” de cada individuo, en su interioridad oculta, sino que tiende a ser irradiada y proyectada por la mirada ajena. Son los otros, definidos de modo creciente como espectadores o “seguidores”, quienes tienen la capacidad de decir quién es cada uno y cuánto vale, incluso de un modo muy literal: poniéndole un “me gusta” o cancelándolo violentamente. Es así como se le concede (o no) el derecho a la existencia al yo que se expone, algo pasible de ser evaluado mediante la constante medición de visualizaciones, comentarios y repercusiones.

Vivir en la vitrina que implica la indistinción público-privado tiene esa contracara: el riesgo de una vulnerabilidad inédita ante la despótica mirada ajena, que puede desdeñar el propio perfil sin que haya otras instancias donde refugiarse o desarrollarse de forma más protegida. Tanto la interioridad como la intimidad parecen haber dejado de cumplir esa función, al relajarse tanto sus barrotes opresivos como sus posibilidades de amparar y resguardar para fortalecerse. Tampoco sobrevive el viejo sueño de una “isla desierta” hacia donde huir, ya sea real o metafórica: un lugar apartado de todo y de todos, que bloquee el “infierno” de los otros por ser inaccesible a las ubicuas redes plagadas de haters. Al contrario de lo que solía suceder con las paredes de las instituciones modernas, la interconexión digital desconoce cualquier límite: no hay barreras espaciales ni temporales, sus tentáculos inalámbricos alcanzan todos los rincones y funcionan las veinticuatro horas del día, sin descanso nocturno ni fin de semana o vacaciones. De allí su inmenso potencial invasivo y el riesgo constante que es necesario administrar con un hábil despliegue de estrategias de espectacularización bajo control.

Por más esfuerzo que se le dedique y por más recaudos que se tomen, esa cuidadosa curaduría de uno mismo puede fallar y el traspié puede “viralizarse”. Ya sobran ejemplos de finales nada felices. Por tales motivos, cabe pensar al fenómeno del bullying o la cancelación como un síntoma de esa fragilidad que caracteriza a las subjetividades estimuladas por los modos de vida contemporáneos, con sus identidades construidas a la vista de todos y siempre disponibles para compartir lo que sea, pero también –y justamente por eso– al borde del colapso que implica la posibilidad de ser destruidas con una humillación sin límites.

5. Consideraciones finales

Las tecnologías digitales han invadido – y contribuido a reconfigurar — casi todos los aspectos de nuestras vidas, tanto a nivel individual como colectivo. La expansión de posibilidades existenciales que habilitaron es innegable; sin embargo, también trajeron sufrimientos imprevistos. Ante la falta de consuelos o soluciones para esas novedades, la nostalgia del mundo analógico es uno de los caminos que suelen evocarse. Una época repentinamente idílica, en la cual era posible poner límites a las miradas ajenas y replegarse tanto en la privacidad del hogar como en la propia intimidad o en la profunda interioridad. Territorios inaccesibles para los intrusos, donde imperaba cierta autenticidad acogedora, que hoy imaginamos como una posible resistencia ante la vertiginosa violencia de la vida hiperconectada.

Sin embargo, se trata de un tiempo ya demasiado lejano, aunque en términos históricos sea todavía muy reciente, pues no sólo es imposible recuperarlo como probablemente sería indeseable. Las transformaciones históricas son irrefrenables. Las dinámicas de constitución de subjetividades y sociabilidades posanalógicas que analizamos en estas páginas, por ejemplo, dan cuenta de cambios de enorme magnitud, incluso en el campo de los valores y creencias en vigor, que ya se han consumado o están en plena conflagración. En ese proceso, como sugerimos, es posible que se estén generando nuevos modos de vivir, basados en un “suelo moral” distinto al que tuvo vigencia en los últimos siglos. Entre otras consecuencias, eso supondría un gradual abandono de la “hipocresía burguesa” que signó a la era moderna, rumbo a los impetuosos “cinismos neoliberales” que hoy se propagan (Sibilia, 2023).

Otras formas de vivir se van instaurando, caracterizadas por cierta indistinción entre el ámbito público y la esfera privada. Las subjetividades que brotan en este nuevo territorio no parecen inhibirse ante la capitalización total de la existencia que supone la plataformización de la vida. Tampoco se avergüenzan ante el deseo de exponer lo que sea que pueda llamar la atención de sus seguidores. Y, por supuesto, mejor todavía si esa exposición factura buenos rendimientos. Si la hipocresía brillaba con todo su fulgor en la intimidad doméstica y en los púdicos espacios públicos de la vida moderna (museos, galerías, cines, teatros, cafés, salones, calles, diarios, revistas), siempre articulados y tortuosamente protegidos por sus opresoras paredes, hoy quizás sea un tipo peculiar de cinismo desenfrenado el que estimula estas novedades. Un amplio y creciente conjunto de prácticas, gestos, imágenes, declaraciones y actitudes que habrían sido impensables pocas décadas atrás, ahora proliferan en sintonía con la implosión de los diques de la extimidad. Si algunos mueren en el camino — como fue el caso de PC Siqueira y Jéssica Vitória, entre muchos otros — quizás sólo sean detalles sin importancia, fácilmente olvidables en el implacable torbellino de la actualidad.

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